La fábrica de Tabacos de Sevilla es un edificio inmenso. Desde la calle San Fernando se escucha el incesante murmullo de más de seis mil mujeres que trabajan en su interior. Están repartidas en galerías, “cuadras” las llaman. Se dividen en pequeños grupos alrededor de unas mesas de trabajo redondas. Sentadas realizan las labores de tabaco. Carmen García Felipe es cigarrera y, desde hace poco más de un mes, la han escogido como jefa de su mesa de trabajo. Supervisa la labor de sus compañeras, además de realizar la suya. Es mediodía y en Sevilla el sol calienta más de lo deseable, el bochorno de este día primaveral del mes de abril me ha hecho sudar. Hemos concertado una cita y la espero en el patio principal.
La veo acercarse diligente por el pasillo. Su vestido de percal floreado rematado por dos volantes que se agitan cuando camina. Trae los hombros cubiertos con un mantón amarillo. Da la impresión de ser el mismo con el que posó para el cuadro de Gonzalo Bilbao. Cuando estrecha mi mano noto que está nerviosa, sonríe y apenas levanta la vista del suelo. “No estoy acostumbrada a que me hagan preguntas personas que no conozco, pero el señor me ha pedido por favor que le atienda y no me he podido negar. No sé que puede tener de interés mi vida para nadie. Soy una cigarrera como las demás, como todas las que trabajamos aquí”. La retahíla la deja casi sin respiración. Se ajusta el mantón, cruza los brazos sobre el pecho, levanta la cabeza y, por primera vez, nuestras miradas se encuentran. Tiene los ojos de un verde azulado muy brillante, son profundos, muy profundos. Pero tristes. Creo que el brillo se debe a las lágrimas que parece que van a brotar de un momento a otro. Le pregunto si va a llorar. Carmen sonríe y me explica: “No se sorprenda señor, mis ojos se resienten del polvo que suelta el tabaco. Todas tenemos los ojos brillantes siempre”. Sin embargo, la tristeza en su rostro no creo que tenga nada que ver con el polvillo de los cigarros. Su comportamiento ha logrado conmoverme. Desde luego no es el tipo de mujer que describe Merimée en su obra.
“No señor, no somos como esa Carmen del Merimée, somos mujeres trabajadoras que buscan un sueldo para mantener a su familia. Aquí hemos oído hablar de la que ha liado ese hombre. En mal momento pisó ese señor Sevilla. Vienen muchos esperando encontrar a esa mujer. No son pocos los quebraderos de cabeza que nos está dando el de la pluma…. ahora hay quien piensa que pasamos el día cantando, o incluso buscando a los hombres”. Se ha erigido en portavoz de sus compañeras. La sola mención del nombre del escritor francés la ha sublevado. “Sí, somos alegres, nos gusta cantar y nos reímos contando historias pero no somos unas libertinas. Nuestro trabajo es pesado, son muchas horas, por eso lo llevamos con guasa y no buscamos nada más que desahogarnos para olvidar los problemas. El frío del invierno resulta muy duro para todas, también para nuestros hijos. Y durante el verano tenemos casi que desnudarnos porque el calor nos mata... No sé, señor Claretie, no imagino de dónde habrá sacado Merimée a esa Carmen. Le puedo asegurar que yo no conozco a ninguna así”.
Está nerviosa. Mira a los lados, se retoca el peinado una y otra vez, tiene las mejillas arreboladas. Marca distancias con esa historia que ha debido escuchar en los corrillos de la ciudad. Parece que con sus palabras quiere salvaguardar la fama de todas sus compañeras y advertirme, por si acaso. Cuando recupera la calma me invita a entrar en el recinto de la fábrica “le enseñaré dónde trabajamos, no se sorprenda si le gastan bromas. Algunas tienen mucho sentido del humor, pero sólo son unas lenguaraces estando en grupo, a solas son muy recatadas. Ya le digo, ni parecido con el libro del francés”. A medida que nos adentramos en el edificio me va dando algunos detalles de su vida:”Mi padre murió en la guerra de Cuba y mi madre se quedó sola con cuatro hijos. Ha luchado mucho, se ha pasado la vida sirviendo. Ahora está muy enferma, no puede trabajar y la atiende mi hermana. Yo le echo una mano cuando puedo. Uno de mis hermanos es encargado de un cortijo en la Sierra Norte. Y mi otro hermano, que escribía, se fue de casa antes de la muerte de mi padre, por diferencias con él…. y hace más de seis años que no tenemos noticias suyas. ¿Dónde ha visto usted que los hombres escriban poemas en vez de hacer cosas útiles?”.
En ese momento llegamos a una de las salas. Me sentí sobrecogido. Más de mil mujeres sentadas en el enorme recinto abovedado dirigen hacia mí sus miradas. Ahora soy yo quien se ruboriza. Me acerco un poco más a Carmen buscando protección. Ojos brillantes, como ya me había explicado mi cigarrera, y risueños. Se dan codazos las unas a las otras y hacen comentarios jocosos sobre mi indumentaria. En su mayoría son jóvenes, de pelo negro y recogido en un moño. También hay mujeres mayores, alguna embarazada y otras que amamantan a sus retoños. Es un cuadro impresionante. El lienzo de mi amigo había sabido captar el ambiente que allí se respira. Puedo percibir la alegría, el compañerismo y la camaradería que reina entre estas mujeres que pasan la mayor parte del día juntas.
Las preguntas que llevaba meses preparando para este momento no consiguen darme confianza. Carmen me está ganando el pulso, lleva las riendas del encuentro: se va por las ramas cuando algo no le interesa, y divaga hasta hacer comprensible lo más absurdo. Cuando quiero darme cuenta, está hablando de nuevo: “Somos más de seis mil mujeres, aquí sólo hay mujeres, y nuestro sueldo es de dos pesetas al día. Cobramos aunque estemos enfermas y tenemos un médico que nos atiende. Podemos traer a nuestros hijos porque los cuidan, si son muy pequeños se quedan con nosotras mientras trabajamos. Así es más fácil darles de mamar. Antes eran los hombres los que trabajaban el tabaco pero hubo quejas sobre la calidad de las labores sevillanas y ahora solo se admiten mujeres. Y ya no hay quejas, señor. Nuestras manos son más delicadas, quizás es que estamos acostumbradas a acariciar a los pequeños, no lo sé. Pero nuestros cigarrillos son de mejor calidad.”
Me doy cuenta de que intenta evitar mis preguntas, habla y habla pero apenas me deja alguna reflexión. Parece que se ha aprendido una lección que recita. Creo que no quiere hablar más de su vida pero ¡es su vida la que me interesa! Intento que lo comprenda, le explico que quiero escribir una historia, pero una historia real sobre una cigarrera sevillana, sobre una mujer trabajadora. Me mira sorprendida y comenta: “¿Una historia sobre mí?, perdone, pero creo que se confunde, mi vida no es nada interesante. No creo que dé para escribir un libro. Ustedes, los escritores, tienen mucha imaginación pero mi historia es la misma que la de la mayoría de las que trabajamos aquí”. Guarda silencio y se queda pensativa. Duda, tal vez como si no supiera continuar. De pronto, me coge del brazo y murmura: “Salgamos de la sala y volvamos al patio”. Sorprendido la sigo por los pasillos. Decidida, Carmen sale del recinto y se para en un lateral del patio en el que nos dimos cita. “Está bien, le voy a contar una historia, mi historia, pero tengo que advertirle que mis compañeras no la conocen. El señor Gonzalo sí, él me ayudó en su momento. Por eso, por lo agradecida que le estoy, y porque es usted su amigo, se la contaré. No sé si me explicaré bien, si no entiende algo me pregunta. ¿Usted quería preguntar, no? Pues ahora podrá hacerlo, señor Claretie”
“Ya sabe mi nombre, sabe que tengo dos hijos y una madre enferma. También le he hablado de mis hermanos. Pero no le dicho nada de mi marido, de Juan Rodríguez Medrano, maestro albañil y el padre de mis hijos. Un buen hombre que trabajaba en las obras que el señor arquitecto Don Aníbal González dirige aquí, cerca de la fábrica”. De nuevo el silencio. Sus ojos brillan y no es por el polvo del tabaco. Las lágrimas se deslizan mansamente por sus mejillas. Se las seca con el mantón y suspira muy hondo.
Quiero preguntarle por qué me habla de su marido en pasado, pero ella se adelanta “ Señor Claretie, no sé si conoce la situación que se vive en Sevilla. La vida de los trabajadores es muy difícil, hay muchos conflictos. Mi marido pertenecía al sindicato anarquista de albañiles que convocó una huelga a principios de este año. La prisa de las autoridades por acabar a tiempo las obras les proporcionaba un buen argumento para esta convocatoria, pero lo que mi Juan no esperaba era la decisión de alguno de sus compañeros de atentar contra el arquitecto principal, contra Don Aníbal. Temía que eso fuera demasiado grave pero no pudo hacer nada para convencer a sus camaradas. Así, un día de enero, mientras manipulaban un artefacto para colocarlo en la casa del señor González, se produjo una explosión y murieron tres de los cinco trabajadores que se encontraban en el almacén. Uno de ellos era mi marido. Hasta el último momento pretendió hacerlos cambiar de idea. No lo consiguió. La policía y las autoridades hablaron de un suceso fortuito. La mayoría de la gente cree que fue cosa de los explosivos que se utilizan en las obras. Sólo unos pocos conocemos la verdadera historia.”
La sorpresa debió de reflejarse en mi rostro porque Carmen sonrió tristemente y concluyó: “Y así cambió mi vida”. Guarda silencio. Se acomoda la ropa y el pelo. Suspira levemente y me mira a los ojos. Los suyos se han oscurecido y deduzco por sus reacciones que no es agradable para ella recordar. “Fue un duro golpe, ¿sabe?” dice con gesto serio,“¡Qué inocente era, pobrecito mío! Cuando me dijo que se había hecho de la CNT yo me preocupé mucho, pero él me convenció con esa labia que tenía. ¡Si llego yo a saber que me lo iban a matar! …”. Se sumerge de nuevo en sus recuerdos y no encuentro la forma de acercarme a ella. La siento remota, perdida en su mundo. Un murmullo de voces la hace salir de su letargo, se ajusta el mantoncillo y cruza los brazos sobre el pecho. “Es la hora del almuerzo, mis compañeras se preguntarán dónde estamos y mi niño tendrá hambre. Señor Claretie, si quiere luego continuamos con la historia. Podrá hacerme todas las preguntas que quiera”.
Sus palabras me devuelven a la realidad. El tiempo ha pasado casi sin darme cuenta. Observo cómo se aleja Carmen. Camina con la cabeza erguida y mirando al frente. Se remanga el vestido y comienza a aligerar el paso. Me da la impresión de que quiere huir pero se vuelve y grita: “Espéreme aquí, por favor, recojo a mi bebé y vuelvo con usted”. Ciertamente nuestro encuentro está tomando un camino inesperado, no estaba seguro de cómo iba a continuar. Yo venía con mil preguntas, pero creo que ella tenía otra idea. Sus compañeras me miran al pasar, sonríen algunas, otras agachan la cabeza y cuchichean. Observo que todas llevaban un pañuelo rojo al cuello y, como mi cigarrera, se ajustan el mantón sobre los hombros y cruzan los brazos. Creo que mi amigo Gonzalo disfrutó pintando sus cuadros. Sólo con mirar a estas mujeres siente uno la alegría que respiran. Su felicidad es contagiosa.
“Veo que está sonriendo, Señor Claretie: no se sonroje, por favor, el señor Gonzalo decía que estar con nosotras era como estar en la gloria. Él también sonreía siempre”. El hijo de Carmen dormía plácidamente en sus brazos. Ella le miró embelesada “Juan no llegó a conocerle, estaba embarazada cuando el accidente. Es un niño y lleva su nombre”. Me acerqué a ella y me mostró orgullosa un bebé sonrosado y regordete. Volvió a mirar al pequeño y le abrazó un poco más fuerte “No imagino qué hubiera sido de mí sin la ayuda de Don Gonzalo. Él me buscó este trabajo, tiene relación con el director de la fábrica y me dieron el empleo. Yo trabajaba de planchadora, un día a la semana, en su casa. Con eso, y el sueldo de mi marido, teníamos suficiente. Pero aquel día todo cambió, me encontré viuda, con dos hijos pequeños y sin dinero. No sé cómo se enteró el señor Gonzalo pero me dijo que no me preocupara y…aquí estoy. Tengo mucho que agradecerle, por eso, cuando me pidió que posara sola para un retrato acepté enseguida. Me gustó el cuadro de nuestro grupo, nos gustó a todas”.
“No, mis compañeras sólo saben que soy viuda y tengo dos hijos. Aquí se hacen pocas preguntas. Cuando alguna necesita hablar, habla, y las demás escuchamos. Si necesita llorar, llora, y le acercamos un pañuelo. Para eso estamos, somos compañeras, amigas, confidentes, lo que haga falta. Me gusta estar con ellas, este trabajo es muy importante para mí. No es sólo el sueldo, es la amistad, el compañerismo. Aquí nunca te sientes sola”. De repente se pone seria, mira a los lados y murmura: “Le voy a contar algo que llevamos en secreto, todo lo secreto que se puede entre tantas mujeres. ¡Estamos preparando un homenaje al señor Don Gonzalo!, Sí, no ponga esa cara de sorpresa. Aquí todas le queremos, le llamamos “nuestro pintor”. Estamos orgullosas de haber posado para él. En sus cuadros sí se refleja la verdad de nuestro día a día y no en esa historia del Merimée”.
“Bueno, le contaré lo que estamos preparando, pero si me promete que no le dirá nada. ¡Tiene que ser una sorpresa!” Sonreía traviesa, feliz de hacer algo por el hombre que la había ayudado. Me pareció una mujer entrañable, magnífica en su sencillez, generosa. ¡Qué distinta del retrato literario de mi compatriota! Me explicó que esperaban que regresara de Madrid, de la Exposición Nacional. Irían en coches de caballos a recogerle a la estación, ataviadas con sus mejores galas, y le acompañarían hasta su casa entre aplausos y canciones. En ese momento me hubiera cambiado por él.
Nos despedimos en el patio, le ofrecí mi mano, pero ella estampó dos sonoros besos en mis mejillas. “Envíe su historia, el señor Gonzalo me la hará llegar. Recuerde nuestro secreto”. Mientras me alejaba tuve que reconocer que la entrevista había sido un poco especial. Apenas había hecho preguntas, sin embargo, me llevaba una hermosa historia de coraje y de entereza. De amor por la vida y de esperanza. Carmen había sufrido, el destino le jugó una mala pasada pero había sido capaz de empezar de nuevo. Sus ojos pronto dejarían de estar tristes.
GRUPO PÉREZ REVERTE
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