Me gusta verla sonreír, en sus mejillas se dibujan dos simpáticos hoyuelos que le dan a su rostro un aire infantil. Últimamente siempre está seria, triste, como ausente. Su mirada se pierde en la distancia.
Le hablo todos los días, me siento a su lado y le recuerdo aquellos otros días tan lejanos. Cuando cantaba mientras faenaba en casa: “Ojos verdes”, “La bien pagá”, “María de la O”. Su voz quebrada me estremecía, la escuchaba embelesada. A veces me ponía a llorar de emoción y ella siempre decía: “No seas tonta, sólo son historias; como los cuentos, pero con música”.
También disfrutaba cosiendo. Si las faenas de la casa le dejaban un rato, se sentaba en el patio y cogía su caja de costura, una antigua lata de galletas. Me parece verla encorvada sobre cualquier prenda, susurrando canciones siempre. Nos hacía la ropa, aprendió en un taller camisero en el que entró a trabajar con apenas doce años. Siempre recordaba el momento de entregar las prendas, ella era la aprendiza y le tocaba hacer el reparto. ¡Qué bien lo pasaba recorriendo las calles y sintiéndose libre e importante!
Nunca estaba quieta. La casa era muy grande, éramos cinco hermanos y dábamos mucha guerra. Pero le encantaba vernos sentados alrededor de la mesa del comedor. Nos miraba orgullosa, siempre fuimos para ella su mejor obra. Todo su esfuerzo se centraba en nosotros, se olvidaba de sí misma para darnos lo mejor. Nunca nos faltó de nada, aunque tuviera que pedir dinero prestado. No fuimos conscientes de los apuros que pasó hasta que crecimos. Un día la descubrí llorando, me asusté, estaba siempre tan risueña que tuve miedo. Enseguida me tranquilizó:”No es nada pequeña, cosas de mayores”
Ahora me gusta acariciar su pelo, abundante y blanco, muy blanco. Ayer era rizado y negro, muy negro. Se lo recogía a ambos lados de la cara con horquillas. A veces en un moño apretado. Envidiaba esa melena azabache que yo no había heredado. ¡Era tan guapa! Cuando íbamos por la calle me daba cuenta de las miradas que le dirigían hombres y mujeres. Se arreglaba mucho para salir, siempre con esos enormes tacones que a mí me resultaban tan incómodos. Elegante, moderna, arrolladora. Toda una mujer, segura y orgullosa de serlo. Nunca se planteó la igualdad, ni la discriminación de género. Si creía que algo era justo, luchaba por ello. Se enfrentó con administraciones y directores de colegios. Con jueces e inspectores. Siempre decía que nosotros, sus hijos, éramos su motor, su fuerza.
“¿Quién eres?”, pregunta al verme. No me reconoce. “Soy yo mamá, tu hija”. “¿Sí? Bueno, si tú lo dices”. He aprendido a no insistir, me siento a su lado y comienzo a hablar. Pero ella está lejos, de vez en cuando me mira desconfiada. Creo que piensa que estoy confundida pero me deja que acaricie sus manos. Me deja tocar su pelo y tararearle alguna de sus canciones preferidas. A pesar de todo, a pesar de su olvido, me sigue consolando. Vuelvo a sentirme segura. Quizás, en algún rincón de su mente, aún guarde el recuerdo de aquella niña que fui. No importa si no sabe quién soy. Yo sé muy bien quién es ella, mi madre. Hermosa, tenaz, valiente, luchadora.
ELOÍNA CALVETE GARCÍA